Cantico de la carta a Los Filipenses

 

     

CÁNTICO DE LA CARTA A LOS FILIPENSES
(2,6-11)

Cristo, siervo de Dios, en su misterio pascual

6Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
7al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
8se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

9Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
10de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
11y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

 

 

COMENTARIO AL CÁNTICO DE FILIPENSES (Flp 2,6-11)

[San Pablo exhorta a los Filipenses a mantener la unidad y la paz en su comunidad, y a tal fin los invita a seguir el ejemplo de humildad dado por el Señor: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús. Él, a pesar...» (v. 5); estas palabras enlazan con el texto del Cántico que para Nácar-Colunga es de extrema importancia dogmática porque en él se declara el triunfo de Cristo por la cruz y el anonadamiento sin dejar de ser Dios.]

Se rebajó, por eso Dios lo levantó.

Pablo está urgiendo a la comunidad de Filipos la unidad eclesial, cuyo presupuesto básico es la humildad (Flp 2,1-4). Les propone ahora, como acicate, un formidable ejemplo: la humillación de Cristo que desemboca en su glorificación.

Los vv. 6-11 constituyen un precioso himno a Jesucristo. En él aparecen los elementos característicos de los himnos cristológicos.

El tema central de la perícopa es el contraste entre la humillación de Cristo y la gloria de su resurrección, por la que queda constituido Señor de cielos y tierra.

Pablo piensa en el Cristo histórico, en el complejo teándrico: Dios y hombre. Pues bien, como Hijo de Dios, tenía por esencia todos los atributos divinos. Pudo haber manifestado exteriormente la gloria, que desde siempre poseía, y, por lo tanto, aparecer glorioso en su humanidad. Pero no lo hizo así. Hecho hombre, asumió la condición puramente humana, como uno de tantos, cargado con las debilidades comunes a los mortales, excepto el pecado. Su humillación culminó en la obediencia a la muerte de cruz.

Por este anonadamiento y obediencia, el Padre lo glorificó constituyéndolo sobre toda la creación, y ordenando que toda criatura reconozca a Jesucristo como Señor, como Dios.

En Cristo se cumplió, como en ningún otro, lo que él había advertido a los demás: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mt 23,12).

[Comentarios bíblicos al Leccionario, V. Secretariado Nacional de Liturgia]

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CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. La liturgia de las Vísperas incluye, además de los salmos, algunos cánticos bíblicos. El que se acaba de proclamar es, ciertamente, uno de los más significativos y de los que encierran mayor densidad teológica. Se trata de un himno insertado en el capítulo segundo de la carta de san Pablo a los cristianos de Filipos, la ciudad griega que fue la primera etapa del anuncio misionero del Apóstol en Europa. Se suele considerar que este cántico es una expresión de la liturgia cristiana de los orígenes, y para nuestra generación es una alegría poderse asociar, después de dos milenios, a la oración de la Iglesia apostólica.

Este cántico revela una doble trayectoria vertical, un movimiento, primero en descenso y, luego, en ascenso. En efecto, por un lado, está el abajamiento humillante del Hijo de Dios cuando, en la Encarnación, se hace hombre por amor a los hombres. Cae en la kénosis, es decir, en el «vaciamiento» de su gloria divina, llevado hasta la muerte en cruz, el suplicio de los esclavos, que lo ha convertido en el último de los hombres, haciéndolo auténtico hermano de la humanidad sufriente, pecadora y repudiada.

2. Por otro lado, está la elevación triunfal, que se realiza en la Pascua, cuando Cristo es restablecido por el Padre en el esplendor de la divinidad y es celebrado como Señor por todo el cosmos y por todos los hombres ya redimidos. Nos encontramos ante una grandiosa relectura del misterio de Cristo, sobre todo del Cristo pascual. San Pablo, además de proclamar la resurrección (cf. 1 Co 15,3-5), recurre también a la definición de la Pascua de Cristo como «exaltación», «elevación» y «glorificación».

Así pues, desde el horizonte luminoso de la trascendencia divina, el Hijo de Dios cruzó la distancia infinita que existe entre el Creador y la criatura. No hizo alarde «de su categoría de Dios», que le corresponde por naturaleza y no por usurpación: no quiso conservar celosamente esa prerrogativa como un tesoro ni usarla en beneficio propio. Antes bien, Cristo «se despojó», «se rebajó», tomando la condición de esclavo, pobre, débil, destinado a la muerte infamante de la crucifixión. Precisamente de esta suprema humillación parte el gran movimiento de elevación descrito en la segunda parte del himno paulino (cf. Flp 2,9-11).

3. Dios, ahora, «exalta» a su Hijo concediéndole un «nombre» glorioso, que, en el lenguaje bíblico, indica la persona misma y su dignidad. Pues bien, este «nombre» es Kyrios, «Señor», el nombre sagrado del Dios bíblico, aplicado ahora a Cristo resucitado. Este nombre pone en actitud de adoración a todo el universo, descrito según la división tripartita: el cielo, la tierra y el abismo.

De este modo, el Cristo glorioso se presenta, al final del himno, como el Pantokrátor, es decir, el Señor omnipotente que destaca triunfante en los ábsides de las basílicas paleocristianas y bizantinas. Lleva aún los signos de la pasión, o sea, de su verdadera humanidad, pero ahora se manifiesta en el esplendor de su divinidad. Cristo, cercano a nosotros en el sufrimiento y en la muerte, ahora nos atrae hacia sí en la gloria, bendiciéndonos y haciéndonos partícipes de su eternidad.

4. Concluyamos nuestra reflexión sobre el himno paulino con palabras de san Ambrosio, que a menudo utiliza la imagen de Cristo que «se despojó de su rango», humillándose y anonadándose (exinanivit semetipsum) en la encarnación y en la ofrenda de sí mismo en la cruz.

En particular, en el Comentario al salmo 118, el obispo de Milán afirma: «Cristo, colgado del árbol de la cruz... fue herido con la lanza, y de su costado brotó sangre y agua, más dulces que cualquier ungüento, víctima agradable a Dios, que difunde por todo el mundo el perfume de la santificación... Entonces Jesús, atravesado, esparció el perfume del perdón de los pecados y de la redención. En efecto, siendo el Verbo, al hacerse hombre se rebajó; siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su miseria (cf. 2 Co 8,9); era poderoso, y se mostró tan débil, que Herodes lo despreciaba y se burlaba de él; tenía poder para sacudir la tierra, y estaba atado a aquel árbol; envolvía el cielo en tinieblas, ponía en cruz al mundo, pero estaba clavado en la cruz; inclinaba la cabeza, y de ella salía el Verbo; se había anonadado, pero lo llenaba todo. Descendió Dios, ascendió el hombre; el Verbo se hizo carne, para que la carne pudiera reivindicar para sí el trono del Verbo a la diestra de Dios; todo él era una llaga, pero de esa llaga salía ungüento; parecía innoble, pero en él se reconocía a Dios» (III, 8, SAEMO IX, Milán-Roma 1987, pp. 131-133).

[Audiencia general del Miércoles 19 de noviembre de 2003]

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CRISTO, SIERVO DE DIOS

1. En nuestro itinerario a través de los salmos y cánticos que constituyen la Liturgia de las Horas nos encontramos con el cántico del capítulo segundo de la carta a los Filipenses, versículos 6-11, que se reza en las primeras Vísperas de los cuatro domingos en que se articula la liturgia.

Lo meditamos por segunda vez, para seguir penetrando en su riqueza teológica. En estos versículos brilla la fe cristiana de los orígenes, centrada en la figura de Jesús, reconocido y proclamado hermano nuestro en la humanidad, pero también Señor del universo. Por consiguiente, es una auténtica profesión de fe cristológica, que refleja muy bien el pensamiento de san Pablo, pero que también puede ser un eco de la voz de la comunidad judeo-cristiana anterior al Apóstol.

2. El cántico comienza hablando de la divinidad, propia de Jesucristo. En efecto, a él le corresponde la «naturaleza» y la condición divina, la morphè -como se dice en griego-, o sea, la misma realidad íntima y trascendente de Dios (cf. v. 6). Sin embargo, él no considera su identidad suprema y gloriosa como un privilegio del cual hacer alarde, un signo de poder y de mera supremacía.

El movimiento del himno avanza claramente hacia abajo, es decir, hacia la humanidad. «Al despojarse» y casi «vaciarse» de aquella gloria, para asumir la morphè, o sea, la realidad y la condición de esclavo, el Verbo entra por esta senda en el horizonte de la historia humana. Más aún, se hace semejante a los seres humanos (cf. v. 7) y se rebaja hasta someterse incluso a la muerte, signo del límite y de la finitud. Esta es la humillación extrema, porque acepta la muerte de cruz, que la sociedad de entonces consideraba la más infame (cf. v. .

3. Cristo elige rebajarse desde la gloria hasta la muerte de cruz: este es el primer movimiento del cántico, sobre el que volveremos a reflexionar para ponderar otros aspectos. El segundo movimiento avanza en sentido inverso: desde abajo se eleva hacia lo alto, desde la humillación se asciende hacia la exaltación. Ahora es el Padre quien glorifica al Hijo, arrancándolo de la muerte y entronizándolo como Señor del universo (cf. v. 9). También san Pedro, en el discurso de Pentecostés, declara que «al mismo Jesús que vosotros crucificasteis Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 2,36). Así pues, la Pascua es la epifanía solemne de la divinidad de Cristo, antes velada por su condición de siervo y de hombre mortal.

4. Ante la grandiosa figura de Cristo glorificado y entronizado todos se postran en adoración. No sólo en el horizonte de la historia humana, sino también en los cielos y en los abismos (cf. Flp 2,10) se eleva una intensa profesión de fe: «Jesucristo es Señor» (v. 11). «Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos» (Hb 2,9).

Concluyamos este breve análisis del cántico de la carta a los Filipenses, sobre el que hemos de volver, dando la palabra a san Agustín, el cual, en su Comentario al evangelio de san Juan, remite al himno paulino para celebrar el poder vivificador de Cristo que realiza nuestra resurrección, arrancándonos de nuestro límite mortal.

5. He aquí las palabras del gran Padre de la Iglesia: «Cristo, "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios". ¿Qué hubiera sido de nosotros, aquí en el abismo, débiles y apegados a la tierra, y por ello imposibilitados de llegar a Dios? ¿Podíamos ser abandonados a nosotros mismos? De ninguna manera. Él "se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo", pero sin abandonar la forma de Dios. Por tanto, el que era Dios se hizo hombre, asumiendo lo que no era sin perder lo que era; así, Dios se hizo hombre. Por una parte, aquí encuentras la ayuda a tu debilidad; y, por otra, todo lo que necesitas para alcanzar la perfección. Que Cristo te eleve en virtud de su humanidad, te guíe en virtud de su humana divinidad y te conduzca a su divinidad. Queridos hermanos, toda la predicación cristiana y la economía de la salvación, centrada en Cristo, se resumen en esto y en nada más: en la resurrección de las almas y en la resurrección de los cuerpos. Ambos estaban muertos: el cuerpo, a causa de la debilidad; y el alma, a causa de la iniquidad; ambos estaban muertos y era necesario que ambos, el alma y el cuerpo, resucitaran. ¿En virtud de quién resucita el alma sino en virtud de Cristo Dios? ¿En virtud de quién resucita el cuerpo sino en virtud de Cristo hombre? (...) Que resucite tu alma de la iniquidad en virtud de su divinidad y resucite tu cuerpo de la corrupción en virtud de su humanidad» (Commento al Vangelo di san Giovanni, 23, 6, Roma 1968, p. 541).

[Audiencia general del Miércoles 4 de agosto de 2004]

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CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

1. En toda celebración dominical de Vísperas, la liturgia nos propone el breve pero denso himno cristológico de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2,6-11). Vamos a reflexionar ahora sobre la primera parte de ese himno (cf. vv. 6-8), que acaba de resonar, donde se describe el paradójico «despojarse» del Verbo divino, que renuncia a su gloria y asume la condición humana.

Cristo encarnado y humillado en la muerte más infame, la de la crucifixión, se propone como modelo vital para el cristiano. En efecto, éste, como se afirma en el contexto, debe tener «los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (v. 5), sentimientos de humildad y donación, desprendimiento y generosidad.

2. Ciertamente, Cristo posee la naturaleza divina con todas sus prerrogativas. Pero esta realidad trascendente no se interpreta y vive con vistas al poder, a la grandeza y al dominio. Cristo no usa su igualdad con Dios, su dignidad gloriosa y su poder como instrumento de triunfo, signo de distancia y expresión de supremacía aplastante (cf. v. 6). Al contrario, él «se despojó», se vació a sí mismo, sumergiéndose sin reservas en la miserable y débil condición humana. La forma (morphe) divina se oculta en Cristo bajo la «forma» (morphe) humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, la pobreza, el límite y la muerte (cf. v. 7).

Así pues, no se trata de un simple revestimiento, de una apariencia mudable, como se creía que sucedía a las divinidades de la cultura grecorromana: la realidad de Cristo es divina en una experiencia auténticamente humana. Dios no sólo toma apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en «Dios con nosotros»; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose «carne», es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio (cf. Jn 1,14).

3. Esta participación radical y verdadera en la condición humana, excluido el pecado (cf. Hb 4,15), lleva a Jesús hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud y caducidad, la muerte. Ahora bien, su muerte no es fruto de un mecanismo oscuro o de una ciega fatalidad: nace de su libre opción de obediencia al designio de salvación del Padre (cf. Flp 2,8).

El Apóstol añade que la muerte a la que Jesús sale al encuentro es la muerte de cruz, es decir, la más degradante, pues así quiere ser verdaderamente hermano de todo hombre y de toda mujer, incluso de los que se ven arrastrados a un fin atroz e ignominioso.

Pero precisamente en su pasión y muerte Cristo testimonia su adhesión libre y consciente a la voluntad del Padre, como se lee en la carta a los Hebreos: «A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer» (Hb 5,8).

Detengámonos aquí, en nuestra reflexión sobre la primera parte del himno cristológico, centrado en la encarnación y en la pasión redentora. Más adelante tendremos ocasión de profundizar en el itinerario sucesivo, el pascual, que lleva de la cruz a la gloria. Creo que el elemento fundamental de esta primera parte del himno es la invitación a tener los mismos sentimientos de Jesús. Tener los mismos sentimientos de Jesús significa no considerar el poder, la riqueza, el prestigio como los valores supremos de nuestra vida, porque en el fondo no responden a la sed más profunda de nuestro espíritu, sino abrir nuestro corazón al Otro, llevar con el Otro el peso de nuestra vida y abrirnos al Padre del cielo con sentido de obediencia y confianza, sabiendo que precisamente obedeciendo al Padre seremos libres. Tener los mismos sentimientos de Jesús ha de ser el ejercicio diario de los cristianos.

4. Concluyamos nuestra reflexión con un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto, que fue obispo de Ciro, en Siria, en el siglo V: «La encarnación de nuestro Salvador representa la más elevada realización de la solicitud divina en favor de los hombres. En efecto, ni el cielo ni la tierra, ni el mar ni el aire, ni el sol ni la luna, ni los astros ni todo el universo visible e invisible, creado por su palabra o más bien sacado a la luz por su palabra según su voluntad, indican su inconmensurable bondad como el hecho de que el Hijo unigénito de Dios, el que subsistía en la naturaleza de Dios (cf. Flp 2,6), reflejo de su gloria, impronta de su ser (cf. Hb 1,3), que existía en el principio, estaba en Dios y era Dios, por el cual fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1,1-3), después de tomar la condición de esclavo, apareció en forma de hombre, por su figura humana fue considerado hombre, se le vio en la tierra, se relacionó con los hombres, cargó con nuestras debilidades y tomó sobre sí nuestras enfermedades» (Discursos sobre la divina Providencia, 10: Collana di testi patristici, LXXV, Roma 1998, pp. 250-251).

Teodoreto de Ciro prosigue su reflexión poniendo de relieve precisamente el estrecho vínculo, que se destaca en el himno de la carta a los Filipenses, entre la encarnación de Jesús y la redención de los hombres. «El Creador, con sabiduría y justicia, actuó por nuestra salvación, dado que no quiso servirse sólo de su poder para concedernos el don de la libertad ni armar únicamente la misericordia contra aquel que ha sometido al género humano, para que aquel no acusara a la misericordia de injusticia, sino que inventó un camino rebosante de amor a los hombres y, a la vez, dotado de justicia. En efecto, después de unir a sí la naturaleza del hombre ya vencida, la lleva a la lucha y la prepara para reparar la derrota, para vencer a aquel que un tiempo había logrado inicuamente la victoria, para librarse de la tiranía de quien cruelmente la había hecho esclava y para recobrar la libertad originaria» (ib., pp. 251-252).

[Texto de la Audiencia general Miércoles 1 de junio de 2005]

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CRISTO, SIERVO DE DIOS, ES "SEÑOR"

1. Una vez más, siguiendo el recorrido propuesto por la liturgia de las Vísperas con los diversos salmos y cánticos, hemos escuchado el admirable y esencial himno insertado por san Pablo en la Carta a los Filipenses (Flp 2,6-11).

Ya subrayamos en otra ocasión que el texto tiene un movimiento descendente y otro ascendente. En el primero, Cristo Jesús, desde el esplendor de su divinidad, que le pertenece por naturaleza, elige descender hasta la humillación de la «muerte de cruz». Así se hace realmente hombre y nuestro redentor, con una auténtica y plena participación en nuestra realidad humana de dolor y muerte.

2. El segundo movimiento, ascendente, revela la gloria pascual de Cristo que, después de la muerte, se manifiesta de nuevo en el esplendor de su majestad divina.

El Padre, que había aceptado el acto de obediencia del Hijo en la Encarnación y en la Pasión, ahora lo «exalta» de modo supereminente, como dice el texto griego. Esta exaltación no sólo se expresa con la entronización a la diestra de Dios, sino también con la concesión a Cristo de un «nombre sobre todo nombre» (v. 9).

Ahora bien, en el lenguaje bíblico, el «nombre» indica la verdadera esencia y la función específica de una persona; manifiesta su realidad íntima y profunda. Al Hijo, que por amor se humilló en la muerte, el Padre le confiere una dignidad incomparable, el «nombre» más excelso, el de «Señor», propio de Dios mismo.

3. En efecto, la proclamación de fe, entonada en coro por el cielo, la tierra y el abismo postrados en adoración, es clara y explícita: «Jesucristo es Señor» (v. 11). En griego se afirma que Jesús es Kyrios, un título ciertamente regio, que en la traducción griega de la Biblia se usaba en vez del nombre de Dios revelado a Moisés, nombre sagrado e impronunciable. Con este nombre, «Kyrios», se reconoce a Jesucristo verdadero Dios.

Así pues, por una parte, se produce un reconocimiento del señorío universal de Jesucristo, que recibe el homenaje de toda la creación, vista como un súbdito postrado a sus pies. Pero, por otra, la aclamación de fe declara a Cristo subsistente en la forma o condición divina, por consiguiente presentándolo como digno de adoración.

4. En este himno, la referencia al escándalo de la cruz (cf. 1 Co 1,23) y, antes aún, a la verdadera humanidad del Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), se entrelaza y culmina con el acontecimiento de la resurrección. A la obediencia sacrificial del Hijo sigue la respuesta glorificadora del Padre, a la que se une la adoración por parte de la humanidad y de la creación. La singularidad de Cristo deriva de su función de Señor del mundo redimido, que le fue conferida por su obediencia perfecta «hasta la muerte». El proyecto de salvación tiene en el Hijo su pleno cumplimiento y los fieles son invitados, sobre todo en la liturgia, a proclamarlo y a vivir sus frutos.

Esta es la meta a la que lleva el himno cristológico que, desde hace siglos, la Iglesia medita, canta y considera guía de su vida: «Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).

5. Veamos ahora la meditación que san Gregorio Nacianceno escribió sabiamente sobre nuestro himno. En un canto en honor de Cristo, ese gran doctor de la Iglesia del siglo IV declara que Jesucristo «no se despojó de ninguna parte constitutiva de su naturaleza divina y a pesar de ello me salvó como un médico que se inclina hasta tocar las heridas fétidas. (...) Era del linaje de David, pero fue el creador de Adán. Llevaba la carne, pero también era ajeno al cuerpo. Fue engendrado por una madre, pero por una madre virgen; era limitado, pero también inmenso. Y lo pusieron en un pesebre, pero una estrella hizo de guía a los Magos, que llegaron llevándole dones y ante él se postraron. Como un mortal se enfrentó al demonio, pero, siendo invencible, superó al tentador después de una triple batalla. (...) Fue víctima, pero también sumo sacerdote; fue sacrificador, pero era Dios. Ofreció a Dios su sangre y de este modo purificó a todo el mundo. Una cruz lo mantuvo elevado de la tierra, pero el pecado quedó clavado. (...) Bajó al lugar de los muertos, pero salió del abismo y resucitó a muchos que estaban muertos. El primer acontecimiento es propio de la miseria humana, pero el segundo corresponde a la riqueza del ser incorpóreo. (...) El Hijo inmortal asumió esa forma terrena porque te ama» (Carmina arcana, 2: Collana di Testi Patristici, LVIII, Roma 1986, pp. 236-238).

Al final de esta meditación, quisiera subrayar dos palabras para nuestra vida. Ante todo, esta exhortación de san Pablo: «Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús». Aprender a sentir como sentía Jesús; conformar nuestro modo de pensar, de decidir, de actuar, a los sentimientos de Jesús. Si nos esforzamos por conformar nuestros sentimientos a los de Jesús, vamos por el camino correcto. La otra palabra es de san Gregorio Nacianceno: «Jesús te ama». Esta palabra, llena de ternura, es para nosotros un gran consuelo, pero también una gran responsabilidad cada día.

[Texto de la Audiencia general del Miércoles 26 de octubre de 2005]

 

MONICIÓN PARA EL CÁNTICO

El cántico del nuevo Testamento de esta celebración es un antiguo himno de la comunidad apostólica en honor de la persona de Cristo y de su misterio pascual. Este himno nos lleva a la contemplación de la gloria de Cristo en su doble vertiente de Dios consubstancial con el Padre y de Hombre salvador, que, con su misterio pascual, restablece la comunión de la humanidad con Dios.

Cristo, para rehacer el primitivo orden querido por Dios, anduvo por una senda inversa a la que siguiera Adán: el primer hombre deseó ser Dios y por ello comió del fruto prohibido; Cristo, nuestro segundo Adán, a pesar de poseer como propia aquella condición divina, que envidiaba para sí el primer Adán, actuó como un hombre cualquiera y se hizo obediente, hasta someterse incluso a la muerte. Con esta sumisión y obediencia significó el nuevo amor de la humanidad a Dios.

Pero también Dios, ante la humilde obediencia del nuevo Adán, manifestó su nuevo amor a los hombres: a Cristo, segundo padre de la familia humana, lo levantó sobre todo y quiso que su humanidad santísima fuera colocada en su propio trono divino. En Cristo, pues, y por Cristo, toda la humanidad ha «pasado» del alejamiento y de la enemistad de Dios a la plena comunión con él. Y es este «paso» o misterio pascual lo que celebramos, hoy, en el domingo cristiano.

Que todo el día, que empieza con esta celebración de Vísperas, sea como un himno de glorificación, para gloria de Dios Padre, a Cristo, Señor, a quien, en la celebración eucarística del domingo, aclamaremos también, diciendo: «Sólo tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, en la gloria de Dios Padre».

Oración I: Oh Cristo Señor, igual al Padre en gloria y majestad, que para restablecer la creación te rebajaste hasta someterte incluso a la muerte y ahora, levantado sobre todo, vives a la diestra del Padre, mira con bondad a tu familia humana y haz que todos los hombres, redimidos por tu misterio pascual, conozcan tu salvación y con nosotros proclamen que sólo tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, por los siglos de los siglos. Amén.

Oración I: Oh Dios, que tanto amaste al mundo que entregaste a tu Hijo único y lo quisiste en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado, haz que quienes, por propia naturaleza, somos imagen de Adán, el hombre terreno, nos transformemos por tu gracia en imagen del Hombre celestial, Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

[Pedro Farnés]

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NOTAS A LOS VERSÍCULOS DEL CÁNTICO

[VV. 1-5.- Esta apremiante exhortación a la unidad permite adivinar que existían divisiones internas que amenazaban la paz de la comunidad de Filipos.]

Los VV. 6-11 son probablemente un primitivo himno cristiano anterior a Pablo y que éste transcribe. Las diversas etapas del Misterio de Cristo aparecen señaladas en sus correspondientes estrofas: la preexistencia divina, la humillación de la Encarnación y la humillación ulterior de la muerte, la glorificación celeste, la adoración del universo, el nuevo título de Señor conferido a Cristo. Trátase del Cristo histórico, Dios y hombre, en la unidad de su personalidad concreta. Tradicionalmente ha sido interpretado en función de un esquema de descenso-ascenso divino, según el cual la kénosis de Cristo fue la renuncia a su gloria divina con el fin de vivir una vida humana v asumir el sufrimiento. Sin embargo, su estructura se basa manifiestamente en el esquema bíblico de la humillación (vv. 6-8) seguida de la exaltación (vv. 9-11), según el cual un justo atribulado es premiado por Dios. Es, pues, más probable que Jesús, como segundo o último Adán (1 Co 15,45), sea implícitamente puesto en parangón con el primer Adán (Gn 3,4-5).

V. 6 (a).- Literal: «teniendo forma de Dios». La forma designa los atributos esenciales que manifiestan al exterior la naturaleza. Cristo, siendo Dios, como era, tenía derecho a todas las prerrogativas divinas.

V. 6 (b).- Literal: «no consideró como presa el ser igual a Dios», es decir: como algo que no se debe soltar, o mejor, como algo de lo que hay que apoderarse. No se trata de la igualdad de naturaleza, exigida por la condición divina, y de la que Cristo no podía despojarse, sino de una igualdad de trato, o de dignidad manifestada y reconocida, que Jesús hubiera podido exigir, aun en su existencia terrena. Todo lo contrario de la actitud de Adán (Gn 3,5.22). A esta igualdad con Dios pertenece la impecabilidad de Cristo. Por esa carencia de pecado, Cristo no tenía que morir, ya que la muerte es un castigo por el pecado. Por la misma razón le competía el derecho de vivir eternamente, lo cual es una característica divina (Gn 3,4-5). En esta línea la traducción más coherente sería: «No hizo uso de su derecho de ser tratado como Dios».

V. 7 (a).- Literal: «Se vació a sí mismo». El término kénosis procede de una raíz que significa vaciar. El vaciamiento de que habla aquí san Pablo alude más al modo que al hecho mismo de la Encarnación. Aquello de que Cristo se despojó libremente, haciéndose hombre, no fue la naturaleza divina, sino la gloria que de hecho le pertenecía y poseía en su preexistencia, y que normalmente hubiera debido redundar en su humanidad (ver la Transfiguración). Prefirió privarse de ella para recibirla, sólo del Padre, como premio de su sacrificio, vv. 9-11.

V. 7 (b).- Esclavo en oposición a Señor, v. 11. Cristo hecho hombre adoptó un camino de sumisión y humilde obediencia, v. 8. Este modo de existencia, a la luz de la alusión a Is 53,12, sólo puede ser el del humillado Siervo paciente de Yahvé, que murió por los demás (Is 53). Nótese el contraste con Señor, v. 11.

V. 7 (c).- No hay intención de atenuar la humanidad de Jesús. No obstante, si no hubiera sido diferente, no habría podido salvarnos. Él, que estaba «vivo», resucitó a los que estaban «muertos». Él no tenía necesidad de ser reconciliado con Dios, mientras todos los demás la tenían.

V. 7 (d).- Aunque diferente en su modo de existencia, Cristo compartió la naturaleza humana común a todos.

V. 8 (a).- Al envío del Hijo por el Padre para salvar a la humanidad, corresponde, de parte de Cristo, la obediencia.

V. 8 (b).- Mientras que la tradición primitiva sólo insistía en el efecto salvífico de la muerte de Cristo, Pablo subraya lógicamente que el valor ejemplar de esta muerte está en el cruel castigo de la crucifixión.

V. 9 (b).- El nombre que le concedió es el de «Señor», como explica el v. 11. Se trata aquí de un término funcional que no se refiere precisamente a la naturaleza de Cristo; es un título que Cristo lo consigue por su pasión y resurrección. A pesar de su uso cotidiano, y de su frecuente aplicación a Cristo a lo largo de todo el NT, aquí se toma como un título «que está sobre todo nombre»; la razón es que el NT lo reserva para Dios.

V. 10 (a).- La humanidad entera reconoce la nueva dignidad de Jesús, como estaba anunciado que las naciones reconocerían a Yahvé. El nombre propio de «Jesús» -sin más añadiduras- se usa aquí deliberadamente (ver v. 11), para evocar la figura humillada y paciente de los vv. 6-8.

V. 10 (b).- Estas frases, que alteran la cuidada estructura del himno, fueron probablemente añadidas por Pablo con el fin de poner de relieve tanto el ilimitado alcance de la autoridad de Cristo, como la dependencia respecto de su Padre.

V. 11.- Es la profesión de fe esencial del cristianismo.

[Cf. Biblia de Jerusalén]

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[VV. 1-5.- Si la comunidad de Filipos está en la necesidad de cerrar filas para oponerse a los adversarios, debe comenzar por hacerse fuerte en sí misma, procurando la verdadera armonía entre sus miembros. Peligro y seria amenaza contra esa armonía es la búsqueda indigna y egoísta del favor ajeno, el espíritu de rivalidad y la vanagloria. Pablo los condena, y exige la humildad. Y el ejemplo más elevado y obligante que Pablo puede presentar a los filipenses es el de Cristo: revestíos de los mismos sentimientos que él tuvo.]

Sigue luego un pasaje (vv. 6-11) que, por la solemnidad del lenguaje y su construcción poética, parece ser parte de un himno; como tal, en efecto, se suele considerar hoy día. Tema dominante en él no son ya los sentimientos ejemplares de Cristo, sino la obra misma de salvación cumplida por Cristo y presentada aquí en sus diversas etapas. El contenido es, pues, cristológico y soteriológico, no ético; pero esto no impidió a Pablo servirse del himno con fines éticos y aprovecharlo para su parénesis.

VV. 6-7.- El himno comienza presentando al Salvador en su ser anteterreno, en su preexistencia, donde vive «en forma de Dios» (en la traducción litúrgica: su condición divina), y que es el ámbito en que se halla y que determina su modo de ser. Es evidente que Dios, siendo espíritu puro, no tiene «forma» en el sentido humano del término; en la expresión «forma de Dios» se entiende comúnmente la «gloria (doxa) de Dios» a la cual se refiere Cristo en la oración sacerdotal, cuando dice: «Y ahora, glorifícame tú, Padre, junto a ti mismo, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiera» (Jn 17,5). Consecuencia de esta manera de ser «en forma de Dios» es el «ser igual a Dios», la dignidad divina, que compete por naturaleza a Cristo preexistente.

Se despojó, pues, de la gloria que le era propia (literalmente: «se vació»), tomando la forma de esclavo. El Verbo preexistente, al encarnarse cambió su gloria por la forma de «esclavo», que aquí no tiene el sentido social, que no podría aplicarse a Jesús; designa al hombre en su bajeza y absoluta dependencia, en contraste con la gloria y dominio universal de Dios. Puede ser que esta palabra, y quizá el himno entero, guarden relación con la figura del siervo sufriente de Dios (Is 52,13-53,12), cuya misión salvadora tomó sobre sí el Redentor.

El anonadamiento de Cristo preexistente no consistió en la renuncia al ser divino (cosa imposible, dado que Dios no puede dejar de ser Dios), sino en la adopción de una forma de existencia más humilde, que aún no poseía. Al revestirse de la bajeza y miseria de la condición humana, quiso ocultar su dignidad divina, quiso renunciar al honor y a la gloria, para llevar una vida externamente igual a la de los demás hijos de Adán; quiso así mostrarse como uno de ellos, y serlo en realidad. En una palabra, se hizo pobre. En las últimas afirmaciones del v. 7, Pablo sustituye el término «esclavo» por el de «hombre», sin añadir con ello nada a la exposición precedente. La expresión algo misteriosa «haciéndose semejante a los hombres», que corresponde literalmente al texto griego, (en la traducción litúrgica: pasando por uno de tantos), no pretende, en modo alguno, poner en duda la realidad de la naturaleza humana de Cristo, sino simplemente atribuirle, dentro del conjunto de los hombres, una posición excepcional, única, basada en el hecho de que él era no sólo hombre, sino también Dios.

V. 8.- El sendero de la renuncia que había emprendido en la encarnación, Cristo lo recorrió durante su vida terrena hasta el último extremo, «hasta la muerte, y una muerte de cruz». Hecho hombre, escogió el camino de la obediencia, de la sujeción a la voluntad de otros; a lo largo de este recorrido, que terminó con la ignominia de la muerte de cruz, castigo de esclavos, tuvo que afrontar el desprecio, el odio, la injusticia, el delito; todo lo aceptó libremente. Pablo no dice a quién se sometió (de hecho, se puede pensar tanto en la voluntad de Dios como en la autoridad humana que pronunció la sentencia de muerte); lo único que a él le interesa es subrayar el hecho de que se hizo obediente. Tampoco explica que lo hizo para redimirnos; sólo afirma el hecho escueto de la obediencia.

V. 9.- Pero Dios, sacando al Redentor del abismo de la ignominia, lo exaltó a la recompensa merecida por la humillación a que voluntariamente se había sometido, lo sentó «a la diestra de Dios». El himno no hace distinción entre la naturaleza divina y la humana, sino habla simplemente de la persona del Redentor. Hoy, sin embargo, ilustrados por una cristología más desarrollada, podemos afirmar que Cristo no podía ser exaltado sino en su naturaleza humana, así como sólo en su naturaleza humana se había humillado al tomar la forma de siervo. Ahora, al entrar en la gloria de Dios, deja de ser «siervo», pero no de ser «hombre». La exaltación a la diestra de Dios presupone, desde luego, la resurrección y la ascensión; mas el himno no hace mención expresa de ellas, siendo su perspectiva la del contraste entre humillación y exaltación. A Cristo glorificado se le otorga un nombre nuevo, un nombre «que está sobre todo nombre», es decir, una posición y una dignidad superiores a las de todos los demás seres del mundo.

V. 10.- El nombre expresa y notifica la naturaleza y dignidad de quien lo lleva. No se dice aún cuál sea este nombre misterioso, pero su significado es claro por el hecho de que en presencia de quien lo lleva debe «doblar la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos», para expresar no simplemente el homenaje que se rinde a cualquier ser superior, sino la adoración, que sólo se debe a Dios (cf. Is 45,23). El mismo sentido conserva el término cuando el himno lo aplica a Cristo: a él se debe adoración en sentido estricto.

V. 11.- Ahora, por fin, se da a conocer el misterioso nombre, en una aclamación que forme parte de una fórmula de adoración, y que comienza con palabras tomadas también de Isaías (45,23): «y toda lengua proclame». «Toda lengua», es decir, todos los seres anteriormente nombrados (del cielo, de la tierra y del abismo), todo cuanto existe en el universo, debe hacer esta confesión: «Señor, Jesús, Cristo». En la fórmula, probablemente no sólo el término «Señor», sino los tres tienen valor de títulos de dignidad. Para que la fórmula de que nos ocupamos se pueda considerar como resumen de todo el himno, y no sólo de los vv. 9-11, se debe dar a sus tres términos el valor de títulos de dignidad. «Señor» es un atributo divino. «Jesús» equivale, como en el v. 10, a redentor, salvador. «Cristo», también como título de dignidad, significa «ungido», «Mesías».

Pablo termina el himno con las palabras «para gloria de Dios Padre». El honor de Dios es el fin de toda la historia de la salvación, como es Dios en definitiva el autor de ella. En esto insiste Pablo con frecuencia.

[Entresacado de K. Staab, Cartas a los Tesalonicenses. Cartas de la cautividad. Barcelona, Ed. Herder, 1974]

* * *

MONICIONES PARA EL REZO DEL CÁNTICO

Introducción general

La comunidad de Filipos estaba dividida por rivalidades, vanagloria y orgullo. Pablo les recuerda sus nobles orígenes y les pide un mismo pensar y sentir. ¿Cómo puede el hombre renunciar a su egolátrico «yo»? Sólo teniendo los mismos sentimientos que tuvo Cristo. Llegado aquí, Pablo incorpora un himno que corría por las primeras comunidades cristianas. En el subsuelo del mismo están presentes dos figuras del Antiguo Testamento: Adán y el Siervo de Yahweh. Todo el himno está dominado por la conducta de Cristo y la respuesta del Padre.

Aun con interrogante sobre el número de estrofas que componen el himno, temáticamente se distinguen dos partes: conducta kenótica de Jesús y acción del Padre. Por lo cual proponemos que sea salmodiado a dos coros:

Coro 1.º, Kénosis de Cristo: «Cristo, a pesar... y muerte de cruz» (vv. 6-8).

Coro 2.º, Acción del Padre: «Por eso Dios... para gloria de Dios Padre» (vv. 9-11).

El nuevo Adán

Si el primer hombre fue creado a imagen de Dios, Jesús era la imagen de Dios. La conducta de ambos se contrapone: Adán quiso «ser-como-Dios», Jesús no quiso arrebatar una parecida igualdad. Si Adán exaltó su «yo» pretendiendo ser entronizado en el interior del jardín, Jesús afirmó a Dios como único Absoluto. La consecuencia inmediata para uno y otro es la muerte, pero con esta diferencia: la muerte de Jesús, no la de Adán, termina en la alborada de la resurrección. A partir de entonces el hombre puede abdicar de su «yo» porque quien se humilla será enaltecido.

Jesús, siervo sufriente

El siervo mantiene el oído abierto y la lengua disponible para oír y dictar la voluntad de Otro. Como siervo que es, se humilla hasta los abismos tenebrosos de la muerte. Sobre sus espaldas pesaron los pecados y dolencias de los demás. ¿Quién es este Siervo altruista y misericordioso sino Aquel que se «vació de sí mismo» y en progresivos descensos se adentró en la pesada noche de la muerte? La voluntad del Padre, los pecados de todos nos dan la intensidad de su obediencia. De suerte que «sufriendo aprendió a obedecer». ¿Queremos vivir nuestra obediencia? Preparémonos para el sacrificio.

La insospechada obra de Dios

«¿Quién dio crédito a nuestra noticia?» (Is 53,1). Porque si del Siervo vétero-testamentario se hablaba en futuro -«prosperará mi siervo, será enaltecido, levantado y exaltado sobremanera»-, en el Siervo Jesús todo es una acción puntualmente cumplida: «Dios le exaltó y le agració con el Nombre sobre todo nombre». La secuencia muerte-resurrección, humillación-exaltación, es la misma en el Siervo y en Jesús. Para que Jesús fuera enaltecido antes tuvo que abajarse hasta simas insospechadas. Situado en el último peldaño de la escala humana, Jesús se hizo todo para todos, y el Padre le colmó de una plenitud que lo llena todo. Ahora recibe mayor nitidez la dialéctica bíblica: Dios exalta a los humildes, y se convierte en praxis universal: para ser glorificados con Cristo, hay que sufrir con Él. Glorifiquemos a Dios que nos ha desvelado el misterio del dolor.

Resonancias en la vida religiosa

La obediencia religiosa arraiga en la actitud obediente y humilde de Jesús: Jesús llegó a la libertad del Señor a través de la obediencia del siervo, solidarizándose con los hombres esclavos. Marcada por estos rasgos, la obediencia exige a los religiosos la renuncia real y efectiva al propio querer, al auto-servicio; la asimilación a aquellos que no tienen libertad para poder acoger, como don gratuito, la libertad de Dios.

Nuestra obediencia no es simplemente una estrategia temporal o coyuntural; define el proyecto total de nuestra vida... hasta la muerte. Quien no asume esta condición dentro de la vida religiosa no sigue radicalmente los pasos de Jesús.

Cantemos, pues, el himno de la humillación glorificadora de Jesús, paradigma de nuestra vocación.

Oraciones sálmicas

Oración I: Oh Dios, Padre lleno de bondad, tanto amaste al mundo que le entregaste a tu propio Hijo, quien se despojó de sí mismo pasando por uno de tantos; mira misericordiosamente a los hijos que adquiriste y enséñales a abrazarse a la Sabiduría de la cruz, porque Tú, Dios nuestro, enalteces a quien se humilla. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Dios misericordioso y eterno, en tus insondables designios de amor quisiste que tu Hijo se rebajara hasta someterse a una muerte de cruz para que nosotros siguiéramos su ejemplo; concede a tu Iglesia vivir de tu voluntad y consuélala con el gozo de una obediencia siempre fiel. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Dios omnipotente, que en la muerte y exaltación de tu siervo Jesús nos has descubierto el misterio del dolor; te pedimos que cuantos vemos en Él al Maestro y Señor sepamos contemplar también al siervo, y junto con nuestros hermanos proclamemos que sólo Tú eres santo, sólo Tú Señor por los siglos de los siglos. Amén.

[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

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